Historia en dos ciudades

En junio pasado, en ocasión de una conferencia reconciliatoria entre Anabautistas y la Iglesia Reformada de Zurich, Suiza, los organizadores pidieron al secretario ejecutivo del CMM, Larry Miller, que predicara en la iglesia Grossmünster. Fue una invitación notable, ya que en 1525 Ulrico Zuinglio había usado ese púlpito para denunciar al movimiento anabautista. Este artículo está tomado del sermón de Larry en Grossmünster.—Los editores  

Lo que comenzó en este mismo lugar hace casi cinco siglos —cuando un grupo reunido en torno a la Biblia escuchaba predicar diariamente a un hombre (Zuinglio) acerca del Evangelio de Mateo—tuvo como resultado al menos dos comunidades, dos identidades y dos tradiciones. Con demasiada frecuencia éstas han chocado entre sí. 

La iglesia de tradición reformada puede ser descrita como una iglesia estatal o popular, una comunidad abierta sin excepción para todo ciudadano que declare fidelidad al Señor. En cambio, la tradición de la iglesia de orientación anabautista es la de una comunidad de discípulos que siguen a Jesús en la vida diaria, separados del mundo aunque dándole testimonio.  

Confesión de nuestros pecados 

Se puede hallar la base bíblica de la teología reformada en Zacarías 2,1-9. Aquí Zacarías hace un llamado a quienes aun viven en el exilio, exhortándolos a regresar a una ciudad cuya nueva calidad él visualiza. Esta ciudad será una ciudad abierta, una ciudad para exiliados, una ciudad para una gran multitud de personas y otras criaturas. Será una ciudad que no necesita muros que protejan su seguridad y cohesión porque el Señor mismo estará presente para protegerla y abastecerla. “Yo seré para ella, dice Jehová, un muro de fuego a su alrededor y en medio de ella mostraré mi gloria”. 

Desde el punto de vista anabautista del siglo 16, este pasaje debe haber parecido una “condenación” de la teología de iglesia del estado practicada por la Iglesia Reformada, y no un modelo para imitar. Para Félix Manz y sus hermanos en la fe, Zurich o su iglesia no era vista como una ciudad abierta, como una nueva Jerusalén, como un lugar de justicia y paz al cual ellos o una multitud de otros pudieran regresar del exilio. 

No recibieron la impresión de que las autoridades de Zurich dependieran solo de la presencia del Señor para la protección, provisión y gloria de la ciudad. Esta ciudad les debe haber parecido una ciudad cerrada en la que eran extranjeros, y de la cual eran exiliados fuera de sus muros o a lo profundo de las aguas del Limmat. 

Por su parte, los anabautistas basaban su concepto de la ciudad en Mateo 5,14-16. En este pasaje Jesús llama a quienes se han exiliado por propia voluntad de la sociedad establecida con el propósito de seguirle. Él les propone la visión de una nueva ciudad, una nueva comunidad que no es “del mundo” y sin embargo está presente “en el mundo”. Y no solo estará esta ciudad completamente en el mundo. Será allí como “sal y luz”. Estará allí de tal manera que nadie podrá evitar probar su gusto o ver cómo se vive en ella, a quién sigue, de quién depende para su protección y provisión, y a quién glorifica. 

Para algunos de nosotros que decimos pertenecer a la tradición anabautista, estas palabras de Jesús suenan como la “condenación” de períodos importantes de nuestra historia en lugar de su fuente de inspiración. Varios de los primeros reformadores radicales, incluyendo a Félix Manz, sin duda tuvieron la visión de una transformación a gran escala de la sociedad o al menos de un testimonio vigoroso hacia ella por parte de las comunidades de creyentes que vivían en su medio. Pero después de la continua persecución, tarde o temprano llegaron a formar parte de comunidades separatistas estrechamente entretejidas, sin gran fervor profético o evangelístico. Muchos de nosotros nos hemos quedado allí, marginados, casi como una nota al pie de la historia de la iglesia. Más recientemente, muchos de nosotros hemos hallado alivio acomodándonos más o menos a las sociedades en cuyo medio estamos. Después de encender la lámpara, la escondimos debajo de una vasija donde no ilumina buenas obras ni mueve a dar gloria a Dios. 

Compartiendo nuestros dones

Una nueva placa junto al río
Limmat recuerda la muerte
de Félix Manz y otros
anabautistas. La iglesia
Grossmünster se ve al fondo. Foto: John E. Sharp

Por fortuna esta historia en dos ciudades —la ciudad abierta habitada por el Señor y la ciudad asentada sobre un monte que glorifica a Dios—no solo nos recuerda nuestros límites. También apunta a los dones que hemos recibido y podemos ofrecernos unos a otros. La Biblia no nos llama tan solo a confesar. También nos llama a compartir los dones recibidos de Dios, en el cuerpo de Cristo y también hacia afuera.  

Hoy, de acuerdo con el espíritu de Zacarías, ustedes —cristianos reformados— abren su ciudad y la iglesia que está en ella no solo a las hijas e hijos de aquellos que fueron matados o exiliados en el siglo 16 y aun más tarde. Lo que es más importante, están abiertos a volver a considerar las convicciones de aquellos exiliados en persona. Hoy están dando pasos para rectificar memorias, para rectificar relaciones, para lograr comunión más plena con sus antiguos adversarios. Hoy demuestran estar dispuestos a depender de la protección y la provisión de Dios. Ustedes manifiestan su fe en que el Señor será el muro de fuego que les rodea y la gloriosa presencia en su medio. Este es un don precioso y un claro mensaje hacia la comunidad global de los anabautistas, y por cierto hacia la totalidad de la iglesia ecuménica.  

La Iglesia Reformada ha proclamado a Jesús Señor de todo, no solo de la iglesia sino del mundo entero y de todo lo que hay en él. La iglesia está llamada a tener influencia sobre la sociedad en todo lo posible de acuerdo con la voluntad de Dios, dijeron. Para que el tema de la paz sea abordado adecuadamente, agregan ustedes, mirando directo a los ojos de los menonitas, el evangelio debe ocuparse no solo del tema de la guerra y de los asuntos militares, sino también de todo lo que es parte de la vida de las instituciones de la civilización, cuyo propósito es preservar y promover la vida humana—familias, sistemas económicos y tecnológicos, patrones culturales, y política. Después de todo, fue una teología de orientación reformada la que fue más capaz de dar dirección y verbalizar la resistencia de los protestantes frente a Hitler, en parte como Iglesia Confesante. Desde entonces, varias generaciones de menonitas han recibido mucho de maestros y colegas reformados: Karl Barth, André Trocmé, Jacques Ellul, Jürgen Moltmann, Milan Opocensky, Lukas Vischer, para nombrar unos pocos. 

Gracias por este don. 

Los anabautistas tal vez podamos ver más fácilmente lo que otros pueden darnos que lo que nosotros podemos darles. Cuando otros cristianos observan a los descendientes modernos de los anabautistas, es típico que vean varios dones. Cuando observan a los amish, pueden ver el don de la simplicidad. Cuando miran a los huteritas, ven el don de compartir los bienes. Cuando miran a los menonitas, ven el don de construir la paz. Cada uno de estos dones tiene algo que ver con la vida de una iglesia libre, de una iglesia de creyentes, de una iglesia de paz, de una comunidad de discípulos que viven como sal y luz en el mundo.  

En su libro, Body Politics, Five Practices of the Christian Community Before the Watching World, el teólogo menonita que ha tenido mayor influencia en el siglo 20, John Howard Yoder, menciona cinco componentes de la vida en la ciudad edificada sobre un monte que difunde luz si se extiende hacia el mundo.  

  • “Atar y desatar” (Mateo 18,15ss.), conocido también como la “Regla de Cristo”, un proceso bíblico de reconciliación y discernimiento moral.
  • “Partir juntos el pan”, también llamado “Cena del Señor” y “Eucaristía”, entendiéndose que incluye e implica compartir en lo económico entre los miembros de la comunidad de creyentes. 
  • El “bautismo” practicado como requisito para entrar en una comunidad donde las categorías y jerarquías sociales, étnicas, y nacionales ya no se aplican ni separan.  
  • Vivir la “plenitud de Cristo”, donde cada miembro de la comunidad—y no solo el pastor o predicador, tiene un papel claramente identificable, divinamente confirmado, y apoyado por la comunidad.  
  • Aplicar la “Regla de Pablo” (1 Corintios 14), es decir, tomar decisiones de acuerdo con un proceso en el que cada miembro de la iglesia puede ser inspirado por el Espíritu para hablar, aprobando luego esa palabra por el consenso del grupo entero.  

¿Son éstos los dones que los anabautistas del siglo 21 tienen para ofrecer a otros cristianos y al mundo? Tal vez algunas veces, cuando en verdad aplicamos lo que predicamos. Pero en todo caso, espero que los cristianos reformados se sorprenderán al escuchar que estas prácticas son llamadas típicamente “anabautistas”. Después de todo, la mayoría de ellas se basa, al menos en parte, también en las tempranas convicciones reformadas. Y su redescubrimiento por parte de historiadores y teólogos anabautistas tiene origen en diálogos con historiadores y teólogos reformados en el siglo 20. ¡Aun los dones que podamos tener para ofrecerles a ustedes son en algún sentido los dones que ustedes ya nos habían dado!  

Hacer nuevas todas las cosas 

Nuestras tradiciones son importantes para nosotros. Lo son porque creemos que son vehículos de la verdad, y tal vez más, porque son espacios a los que pertenecemos: conforman nuestras identidades, somos parte de ellas. 

Poco después que el Congreso Mundial Menonita comenzó su diálogo con la Iglesia Católica bajo el tema “Buscando la Sanación de las Memorias”, recibí una carta anónima diciendo que estaba “traicionando la sangre de los mártires”. Confesar, responder a la confesión, dar pasos hacia la reconciliación y más allá de la reconciliación hacia una unidad más plena puede parecer una traición a la verdad y una pérdida de identidad. 

Pero estos temores presumen que la identidad es algo estático y su preservación depende de la defensa de “nuestra” tradición en contra de las tradiciones de “los otros”. Sin embargo, el Señor es el muro de fuego que nos rodea y la gloria en nuestro medio. Los que hemos confesado nuestra fe no nos pertenecemos a nosotros mismos ni a nuestras tradiciones—cada una de las cuales contiene distorsiones. Pertenecemos a Jesucristo y al cuerpo único de Cristo en quien “todo es hecho nuevo”. Hay, después de todo, una visión bíblica fundamental de la nueva ciudad, sin duda inspirada por las anteriores visiones de Zacarías y de Jesús, y cumpliéndolas. 

“Entonces vi un cielo nuevo y una tierra nueva (…) y vi la santa ciudad, la nueva Jerusalén, descender del cielo, de parte de Dios (…) En ella no vi templo, porque el Señor Dios Todopoderoso es su templo, y el Cordero. La ciudad no tiene necesidad de sol ni de luna que brillen en ella, porque la gloria de Dios la ilumina y el Cordero es su lumbrera. Las naciones que hayan sido salvas andarán a la luz de ella y los reyes de la tierra traerán su gloria y su honor a ella. Sus puertas nunca serán cerradas de día, pues allí no habrá noche. Llevarán a ella la gloria y el honor de las naciones” (Apocalipsis 21,1-2, 22-26).  

Esta nueva ciudad es el horizonte que tenemos en común. Es el futuro que compartimos.   

— Larry Miller 


Este artículo apareció por primera vez en​ Courier/Correo/Courrier 2004-4

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