El amor de Dios, el perdón y la reconciliación

Sábado a la noche

En África, cuando hablamos de celebrar, desplegamos una alegría vigorosa y libre, cantos bulliciosos y sinceros, bailes animados al son de la música y de los tambores, ululando, silbando, zapateando y batiendo palmas. ¡La celebración significa un corazón alegre! Celebramos cuando hay amor, alegría, paz y felicidad.

En el sur de África tenemos un concepto llamado Ubuntu, que quiere decir: “Soy porque tú eres... una persona es una persona debido a otras personas”. Este concepto abarca todo tipo de valores tales como el amor, el respeto, la unión, el perdón y la bondad, entre otros. Creo que el concepto de Ubuntu es muy afin al cristianismo, porque dice: “Así pues, hagan ustedes con los demás como quieran que los demás hagan con ustedes” (Mateo 7,12a, DHH). Al fin y al cabo, este es el camino de Jesús.

Habiendo dicho eso, Ubuntu no siempre funciona a la perfección. Vivimos en un planeta enfermo, donde las personas están quebrantadas, dolidas y abatidas como individuos, como familias, como iglesia y comunidades; también como naciones y de manera global. El amor, la paz y la alegría están muy lejos de muchos de nosotros en una sociedad llena de dolor. Las contiendas abundan dentro y fuera. Hay una gran necesidad de reconstruir las relaciones destruidas.

La historia del hijo pródigo siempre ha sido una excelente ilustración de cómo abandonamos el consuelo de la bondad de Dios y seguimos nuestro propio camino según lo que nos indique nuestro corazón. Cuando chocamos contra una pared tras otra y empezamos a sufrir, entonces entramos en razón con la intención de volver a casa, procurando el perdón y la reconciliación. Y en definitiva, nuestro amoroso Padre, siempre espera sacrificar un ternero engordado y convocar a la celebración y al júbilo.

Quisiera compartir un testimonio, que podría ser un reflejo de lo que sucede en las familias, en las comunidades, en cualquier nación y también en todo el mundo. Aunque sucedió hace mucho tiempo, he sido testigo de acontecimientos similares todo el tiempo en familias y en mi comunidad.

Esta es la historia de una hija pródiga, espiritualmente, y un padre pródigo.

Me crié en un hogar que aceptaba profundamente al Señor Dios, un legado de mi abuelo paterno y fomentado además por mi devota madre. La vida era buena. Mi padre era brillante, muy respetado, tenía un trabajo muy bueno y bien pago que permitía cuidar bien a su familia. Pero en mi juventud, las cosas empezaron a cambiar. El pecado había estado agazapado a la puerta, y como dice Pedro, el enemigo siempre ronda como león rugiente buscando a quien devorar (1 Pedro 5,7).

Mi padre se alejó de casa; luego, a su regreso, decidió echar a mi madre de su hogar conyugal. Yo era la hija mayor de la familia; empecé a ver sufrir a mis hermanos a manos de la nueva mujer traída al hogar. Estaba fuera de casa en la universidad la mayor parte del tiempo, pero seguía recibiendo informes inquietantes y estresantes sobre cómo abusaban de mis hermanos. Entonces, decidí llevar un pequeño diario donde anotaba cada acción negativa cometida. Cada vez que escribía algo sentía más amargura y el resentimiento generaba una dureza fría dentro de mí. Los agravios registrados llenaban páginas y páginas. Mi corazón estaba lleno de veneno y crecía cada vez el muro de hostilidad hacia el hombre al que había amado y reverenciado como padre.

Fue necesario que un tío, al que yo respetaba mucho, tratara de disuadirme de sentir tanta amargura. Me recordó el mandamiento que conlleva una promesa: “Honra a tu padre y a tu madre, para que vivas una larga vida en la tierra que te da el Señor tu Dios” (Éxodo 20,12, DHH). Me ablandé un poco, pero todavía pensaba en la venganza. El siguiente fin de semana correspondía a la Pasión de Cristo. El viernes asistí a un sermón en el que el pastor realmente dio en el clavo al enfatizar las palabras de Jesús cuando colgaba de la cruz. Él dijo: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen” (Lucas 23,34a).

No era la primera vez que escuchaba esta Escritura, pero ese día me atravesó el corazón. Jesús fue herido por mí y fue clavado en la cruz por mí. Jesús me perdonó. Entonces, ¿quién era yo para guardarle un profundo rencor a mi único padre que me trajo a este mundo? ¿Qué quería decir cuando decía la oración del Señor?: “Perdónanos el mal que hemos hecho, así como nosotros hemos perdonado a los que nos han hecho mal” (Mateo 6,12, DHH). Lloré, me arrepentí y pedí el perdón de Dios. No podía procurar el perdón de mi padre, ya que me había vuelto grosera e irrespetuosa con él, lo que influyó negativamente en los hijos que yo intentaba amparar.

Cuando regresé a la residencia, saqué el vil diario, trituré las páginas e hice una fogata afuera. Mientras el viento se llevaba las partículas de hollín, sentí que la pesadez desaparecía del corazón y de los hombros. Qué dulce alivio. Cuando llegaron las vacaciones, procuré el perdón de mi padre. Fue un encuentro tanto de la hija pródiga como del padre pródigo, y nos regocijamos por la reconciliación. Desde ese momento nos convertimos en los mejores amigos, e incluso cuidé de mi padre cuando estaba con cáncer terminal hasta que falleció. Cristo es nuestra paz… Él “destruyó el muro que los separaba y anuló en su propio cuerpo la enemistad…” (Efesios 2:14, DHH).

Es bueno tener el amor de los miembros de la familia, que no depende de los sentimientos y las circunstancias. Ese amor debe ser como el de Dios, que dice: “Pero ¿acaso una madre olvida o deja de amar a su propio hijo? Pues, aunque ella lo olvide, yo no te olvidaré. Yo te llevo grabada en mis manos…” (Isaías 49,15-16, DHH). Este es un amor profundo, insondable, sin profundidad ni amplitud ni altura.

Las personas no están realmente separadas por raza, credo o color. Estamos separados por el pecado que crece y se pudre, propagándose como un cáncer dentro de nuestros corazones. En cualquier país de África, las personas están separadas por barreras étnicas y tribales. El mal prospera cuando las personas se enfocan en sus propias agrupaciones tribales a expensas de aquellos que son considerados extraños. Lo mismo se aplica en cualquier otra parte del mundo. Necesitamos a Cristo, el Gran Reconciliador. La Palabra dice, “… el que está unido a Cristo es una nueva persona. Las cosas viejas pasaron; se convirtieron en algo nuevo. Todo esto es la obra de Dios, quien por medio de Cristo nos reconcilió consigo mismo y nos dio el encargo de anunciar la reconciliación”. La Palabra continúa diciendo: “Cristo no cometió pecado alguno; pero por causa nuestra, Dios lo hizo pecado, para hacernos a nosotros justicia de Dios en Cristo” (2 Corintios 5,17. 18. 21 DHH).

Es cuando creemos y vivimos en Cristo que experimentamos el amor, el perdón y la alegría de la reconciliación. Los que antes considerábamos enemigos y extranjeros, se convierten en “…miembros de la familia de Dios…” (Efesios 2,19c).

En conclusión, realmente no hay amor, gozo y paz o cualquier otro don espiritual cuando la gente vive en pecado. El pecado engendra soledad y contienda. Solo en Cristo podemos celebrar juntos el verdadero amor, el perdón y la reconciliación. ¡Aleluya!

—Barbara Nkala, líder con experiencia en Educación y en el ámbito editorial. Se desempeña como Representante regional del Congreso Mundial Menonita (CMM) para el sur de África (2016-2022).


Este artículo apareció por primera vez en Correo/Courier/Courrier en Octubre de 2022.

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