Domingo de la Paz 2025 – Oraciones y liturgias

Una letanía para el momento 

Lectura responsiva: una voz para el texto normal, todas las voces para el texto en negrita. Todas las voces se unen para el texto en negrita y cursiva. 

Dios de nacimiento sorprendente 
No eres el salvador que esperábamos, 
Tu poder no se parece al poder 
que queremos que nuestro Dios demuestre. 

Esperamos. 
Esperamos en la oscuridad. 
Esperamos en la angustia y en la esperanza. 
Esperamos, sabiendo que nos necesitamos mutuamente y necesitamos tu presencia para aferrarnos a la esperanza. 

Hemos hecho daño y nos han hecho daño a través de palabras y hechos, y en las cosas que hemos elegido no hacer. 

Sabemos que el daño no es el final, sabemos que juntos y contigo el daño puede transformarse en armonía. 

Dios de nacimiento tonto 
Tu gracia nos desconcierta. 
Nos encuentras donde estamos y, misericordiosamente, no nos dejas donde fuimos encontrados. 

Observamos. 
Observamos con anticipación esta gracia. 
Observamos, escudriñando la oscuridad, sabiendo que podemos encontrar tu luz. 

Con nuestro modo torpe esperamos reflejar Tu gracia a quienes nos rodean. 

Que podamos aceptar humildemente esos dones de los demás, sabiendo que Tu poder transformador puede convertirlos en lo que están destinados a ser. 

Dios de nacimiento humilde 
Tú trastornas nuestras suposiciones sobre Ti y sobre los demás, 
transformando el juicio en comprensión, la discriminación en solidaridad, la crueldad en compasión. 

Nos maravillamos. 
Nos maravillamos ante la audacia de tu nacimiento en el pesebre, que modela el poder de la debilidad. 
Aunque el trabajo pueda ser difícil, cuando vivimos tu llamado a la justicia y la misericordia, 
honramos tu nacimiento sorprendente, tonto y humilde. Amén. 

Compilado por Karen Suderman de Voices Together #896, Robert McAfee Brown, Anne Lamott, el Libro Anglicano de Oración Común. 

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Oración por la paz en nuestro mundo 

Al reunirnos para adorar, reconocemos la importancia de este acto: el acto de crear comunidad y establecer comunión. Nos recuerda la importancia de reconocernos mutuamente como parte de nuestra comunidad. También reconocemos que somos una pequeña parte de una familia de fe más amplia que también se une, formando una comunidad global. Juntos recordamos el cuerpo de Cristo. 

Al reunirnos, también reconocemos que muchos dentro de nuestra familia de fe —algunos al otro lado de la calle; otros en diferentes partes del mundo— experimentan las realidades de la guerra, la violencia y la opresión. Venimos de países devastados por la guerra en curso. También seguimos trabajando arduamente para superar el dolor y el quebrantamiento que dicha violencia y desolación causan. 

Reconocemos las formas en que muchos, dentro de nuestra comunión mundial, demuestran su resiliencia como dignos hijos de Dios a pesar de ser oprimidos y deshumanizados. 

Conocemos, experimentamos y estamos moldeados por la guerra, la violencia y la opresión. 

Y, al reflexionar sobre nuestra fe común en Jesucristo, el Príncipe de la Paz, sabemos que ni la guerra —ni la preparación para la guerra— traerán la paz.  

  • Hacer que otros mueran de hambre no traerá la paz. 
  • Bombardear a otros no traerá la paz. 
  • Matar no traerá la paz. 
  • Aprovecharse económicamente de otros no traerá la paz. 
  • Construir muros no traerá la paz. 

La guerra causa destrucción. Desgarra el tejido de nuestras vidas y nuestras relaciones, y convierte en escombros las comunidades, los países y las esperanzas y sueños de la gente. 

Responder a la violencia con violencia nos lleva a convertirnos en aquello en lo que no queremos convertirnos. Queremos dar testimonio de vida, no de muerte. Queremos sanar heridas, no infligir más heridas. Queremos construir relaciones y reconciliar a quienes están quebrantados, no afianzar divisiones y separaciones entre nosotros, incluyendo a aquellos con quienes discrepamos. Queremos la paz, no más violencia y ni guerra. 

Hacemos un llamado a nosotros mismos y a nuestros hermanos que están en las primeras líneas de las guerras para que tomen la valiente decisión y el compromiso de deponer las armas de fuego para que puedan utilizar sus brazos para abrazar y ser abrazados. 

Cuando vemos a los que son diferentes a nosotros —aquellos que están a través de una barrera cultural, nacional o ideológica— debemos tener la valentía de amar: negarnos a verlos como enemigos, sino más bien como hijos amados de Dios y amigos potenciales. 

Hacemos un llamado a quienes ocupan puestos de autoridad política a abrir sus corazones, mentes e imaginación para practicar la creatividad, no la rigidez ni la terquedad, para superar las diferencias mediante el diálogo en lugar de la dominación y la división. Los invitamos a liberarse y a liberar a los demás de la prisión que crea dicha separación. 

Nos exhortamos a nosotros mismos y a todos nuestros hermanos a reconocer cómo la ideología nacionalista y la separación no brindan seguridad. La seguridad solo se logra cuando se fomentan las relaciones con nuestros vecinos y hermanos a nivel mundial. Por lo tanto, exhortamos a todos nuestros hermanos del mundo a mostrar hospitalidad a los demás para que la vida sea prolongada y sea recibida tanto por parte de quien la recibe como de quien la brinda. La hospitalidad es una postura que da vida. 

Trabajemos y dediquémonos a la paz que solo es posible cuando nos buscamos y nos abrazamos, para que la justicia y la paz se besen, desafiando así las causas profundas que provocan el conflicto en primer lugar. Esta es la paz de Jesús que da vida; ¡es la paz de Cristo! 

Que podamos dar testimonio del camino de paz de Cristo en y para nuestro mundo. 

—Andrew G. Suderman es el secretario de la Comisión de Paz. Reside en Harrisonburg, Virginia, EE. UU. 

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Una carta pastoral sobre la guerra en Oriente Medio 

Amados hermanos y hermanas 

La escalada de la guerra en el Medio Oriente hoy es una fuente de temor y dolor para nuestra familia anabautista alrededor del mundo. Para algunas personas, esta es una nueva realidad; para otras, es algo que se suma a la carga de violencia que arrastran desde hace años o décadas de conflictos locales. Vemos a todos aquellos que están siendo aplastados bajo las maquinaciones de los poderosos; nos lamentamos y pedimos la presencia misericordiosa de Dios entre ellos. Condenamos cualquier justificación de la guerra como parte de la voluntad de Dios. 

Invitamos a que nuestras oraciones nos impulsen a la acción. Y a que nuestras acciones sean nuestras oraciones. 

Nuestra lealtad no es hacia presidentes ni reyes, sino hacia el Príncipe de Paz. Como miembros de una Iglesia Histórica de Paz –es decir, una iglesia dedicada a los caminos de la paz– , seguimos a Jesús, el Príncipe de Paz, quien nos llama a un amor radical al enemigo. 

Este amor entrena a nuestros corazones para ver a Dios en el “otro” ser humano, ya sea enemigo o amigo. 

Este amor nos da la valentía de buscar la justicia. 

Este amor nos llama a buscar relaciones correctas a nivel interpersonal, a nivel de organizaciones, entre estados y pueblos, y con el resto de la creación, todos los cuales sufren daños en medio del conflicto. 

El poder del amor de Cristo nos impulsa no al orgullo que defiende a las naciones o a la pureza ideológica, sino a la compasión por quienes sufren, independientemente de su identidad nacional o afiliación política. 

Las enseñanzas de Jesús nos recuerdan que el enemigo no es la otra persona sino nuestro propio instinto de crear barreras y caer víctimas de la enemistad misma. Oramos para que, al encontrar la valentía de amar, el poder transformador de Dios rompa los ciclos de violencia que dividen, oprimen y matan. 

La justicia debe acompañar a la paz. De hecho, la paz solo puede estar presente cuando se materializa una justicia restaurativa, orientada a la búsqueda de la verdad y a la reparación. Confesamos nuestro fracaso en la búsqueda de una paz justa. Pedimos al Espíritu Santo que nos enseñe humildad y nos equipe con la valentía de amar. Pedimos sabiduría para reconocer y decir la verdad con claridad profética y amor abnegado. Pedimos la audacia para enfrentar la injusticia a pesar del riesgo que ello nos implique. 

Estamos resueltos a alzar la voz, ya sea ante los gobiernos o ante nuestros conciudadanos, para cuestionar el apoyo acrítico a fuentes de violencia y muerte constantes. 

Como comunión anabautista mundial, renunciamos a la violencia, como lo hizo Jesús. Nos comprometemos —como seguidores de Jesús— a transformar los sistemas injustos a través de la no violencia activa. Hacemos un llamado a los Estados para que dejen de invertir en la guerra y, en su lugar, comiencen el arduo trabajo de buscar los caminos de la paz, una paz que no llegue a través de las armas, los misiles o la fuerza violenta, de modo que todo pueda florecer. 

Nuestras palabras parecen pequeñas e insuficientes ante la crisis y ante nuestra propia falta de consenso en torno a sus causas, sin embargo, reafirmamos nuestra convicción de que 

El Espíritu de Jesús nos llena de poder para confiar en Dios en todos los aspectos de la vida, de manera que lleguemos a ser hacedores de paz que renunciamos a la violencia, amamos a nuestros enemigos, procuramos justicia, y compartimos nuestras posesiones con los necesitados. 

(Convicción Compartida 5) 

Señor, en tu misericordia, escucha nuestra oración.  
En el nombre de Jesús,  

Henk Stenvers  
presidente, CMM 

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Una bendición para el momento 

En la labor de la espera, 
Que Dios te dé alegría. 
En la gracia desconcertante, 
Que Dios te sostenga. 
En la obra difícil, 
Que Dios te dé paz. 
Ve, envuelto en el sorprendente, tonto y humilde amor de Dios. 

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