Compartir lo que necesitamos, no lo que merecemos

“Ellos merecen lo que están sufriendo” –dijo una persona–, durante una reunión en una iglesia local en Colombia, al hablar de los inmigrantes que llegaban a ese país. “Dichas personas – continuó– lo hacen huyendo de las políticas de gobiernos que ellas mismas han elegido. Además, tomaron la decisión de llegar aquí ilegalmente. Por todo eso, digo que merecen lo que están sufriendo.”

La realidad de la migración no es algo que afrontan solamente los países del Mundo Minoritario. Este es un fenómeno global. Como tal, muchas de nuestras iglesias en diferentes culturas enfrentan el mismo dilema: ¿debemos respaldar las leyes antimigratorias de nuestro país o debemos ayudar a aquellos que han llegado a pesar de su estatus legal? Dicho dilema se complica aún más cuando recordamos que en la sociedad no siempre lo legal es justo y lo justo algunas veces puede ser ilegal. Como diría Jesús, refiriéndose a las leyes de su época: “El sábado se hizo para el hombre, y no el hombre para el sábado”. (Marcos 2,27)

Inmigrante es aquella persona que vive su realidad entre dos mundos: su cultura original y la del lugar donde ahora se encuentra. Un término equivalente en las Escrituras sería “peregrino”. Dicho término nos recuerda que como miembros del Pueblo de Dios vivimos en la dispersión, como exiliados en el mundo. Estamos llamados a no amoldarnos a la sociedad (Romanos 12,2) sino a vivir de acuerdo a los valores del Reino de Dios, Reino en el que ahora tenemos una nueva ciudadanía.

Lo anterior implica que como comunidades de fe –aun cuando hayamos nacido en el país en el cual nos encontramos–, compartimos con otros inmigrantes la misma experiencia de no pertenecer al lugar donde vivimos. En nuestro continuo peregrinaje podemos identificarnos fácilmente con aquellos que han dejado su tierra y cultura. Podemos crear espacio y ofrecer la gracia a otras personas que como nosotros se encuentran en la periferia de la sociedad. Al fin de cuentas, Dios no nos ha dado lo que merecemos sino que nos ha hecho nuevos ciudadanos de su Reino. Parte de dicha ciudadanía se aprecia al renunciar a paradigmas humanos de dominio y poder, y al compartir con otros la hospitalidad que hemos recibido.

Puede haber razones políticas e ideológicas para deportar inmigrantes, puede haber explicaciones económicas del porqué existen leyes antimigratorias, pero no hay razones teológicas o bíblicas para sustentarlas. Tal vez, algunos de los inmigrantes que llegan a nuestros países hayan tomado decisiones equivocadas que les llevaron a tener que salir de su hogar; tal vez, algunos de ellos merezcan el sufrimiento que enfrentan. Sin embargo, los seguidores de Jesús creemos en un Dios que no nos da lo que merecemos sino lo que necesitamos. Como cristianos estamos llamados a ser un pueblo de nuevos comienzos, un pueblo de esperanza, un pueblo en que el cuidado y el amor por el extranjero fluya naturalmente, aunque se considere ilegal en algunos contextos.

En este número de Correo, hemos querido recordar este tema tan relevante para nuestro mundo hoy; un mundo en el que las políticas proteccionistas implican el trato inhumano de millones de personas. Se trata de inmigrantes que, como muchos anabautistas en siglos pasados, partieron de su tierra presionados por la violencia, la persecución o la falta de oportunidades. En nuevos contextos procuran comunidades de esperanza, anticipos del Reino de Dios que les permitan un nuevo comienzo. ¡Es mi oración que como iglesia mundial recordemos siempre que somos ciudadanos del Reino, peregrinos y extranjeros en medio de nuestra sociedad!

César García, secretario general del CMM, oriundo de Colombia, reside en Kitchener, Ontario, Canadá.

 

Este artículo apareció por primera vez en Correo/Courier/Courrier en octubre de 2019.

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