El futuro de la interpretación bíblica

Hablar de futuro, en Europa, puede parecer a veces sombrío. La crisis económica, la falta de visión política y la situación religiosa, puede dar poco lugar para la esperanza. La secularización parece haberse impuesto sobre las viejas iglesias nacionales, e incluso algunos atisban un porvenir donde el islam sería la religión mayoritaria del continente. Hablar del futuro de la interpretación bíblica puede sonar como algo casi sin sentido.

Se podría pensar, por un lado, que ya todo está dicho en torno a los modos en los que la Escritura puede ser interpretada. Y, por otro lado, la misma secularización tiende a relegar la Biblia a un texto apenas relevante, si no es más que para conocer formas religiosas ya preteridas.

Esta decadencia de la autoridad de la Escritura no es mero fruto de la secularización. Las dinámicas tradicionales de interpretación bíblica han contribuido decisivamente a este proceso. En la perspectiva católica clásica, el texto bíblico es la base de la construcción dogmática protagonizada por las autoridades eclesiásticas, que continúa a lo largo de los siglos produciendo nuevos estratos de conocimiento que cubren con su autoridad al texto original.

En la perspectiva protestante liberal, la autoridad tampoco pertenece al texto bíblico, entregado a la crítica histórica. La verdadera autoridad pertenece a las distintas construcciones culturales y teóricas desde las cuales se juzga al texto. A lo largo del tiempo, la “actualidad” se va desplazando y, de este modo, va negándose a sí misma.

En este contexto, la solución “fundamentalista”, no proporciona demasiadas esperanzas de futuro. Se trata de una solución que parece exigir una especie de sacrificio intelectual, cuando espera de los “verdaderos” creyentes una ruptura con la cultura científica. La alternativa fundamentalista ignora su propio proceso de interpretación bíblica. De este modo, se confunde la idea anselmiana de la redención, o la doctrina calvinista de la justificación, o la concepción arminiana de la gracia, o la oposición a Darwin del siglo XIX, o las especulaciones modernas sobre el milenio, con doctrinas que siempre estuvieron en la Escritura, con independencia del contexto en el que fueron formuladas.

Por supuesto, algunas personas siempre preferirán las interpretaciones otorgadas por la autoridad religiosa al riesgo de su propia responsabilidad en el proceso interpretativo. Otros, desengañados con diversas formas de abusos religiosos, encontrarán su “nicho” en aquellos ámbitos en los que se niega el autoritarismo sufrido, y se permite una conciliación con la cultura dominante, convertida en criterio sobre la Escritura. Y, siempre habrá un “nicho” fundamentalista, porque humana es la tendencia a confundir las doctrinas temporales con aquello que se quisiera que el texto bíblico dijera de una vez por todas.

Sin embargo, los nichos son justamente eso: nichos o tumbas. No son lugares donde la interpretación bíblica pueda esperar caminos de futuro.

¿Dónde mirar entonces hacia el porvenir? A mi modo de ver, algunos elementos del modo en que los anabautistas se aproximaron originariamente a la Escritura nos ofrecen caminos que tal vez merezca la pena explorar. Explorarlos como caminos relativamente nuevos, muchas veces formulados, pero pocas veces practicados.

La autoridad de la Palabra

Ante todo, habría que recordar que, en la perspectiva anabautista, la autoridad interpretativa no es primeramente la autoridad eclesiástica, ni la autoridad de un “papa de papel”, como decía Karl Barth. La autoridad es la autoridad de la Palabra, el Verbo, Jesús mismo, el Mesías. La interpretación bíblica presupone, no una especie de aceptación ciega, o meramente cultural o pseudo-científica, de la autoridad de determinados textos. La interpretación bíblica presupone el acontecimiento del encuentro del creyente con su Señor, y la confesión de que este Señor es Jesús.

De ahí el carácter primeramente relativo de toda Escritura: las Escrituras son relativas a Jesús, el Señor, y no el Señor relativo a las Escrituras.

Y lo decían los primeros anabautistas del siglo XVI: las Escrituras son el odre, pero no el vino. Si las Escrituras no son “el vino”, ellas no son tampoco primeramente una especie de manual de doctrina intemporal, ni necesitan ser sustituidas por otra doctrina intemporal; sino que, toda doctrina contenida en las Escrituras, está últimamente referida al Señor, quien es la Palabra por excelencia, y quien confiere a toda Escritura el carácter de Palabra.

La referencia de la Palabra

La referencia o relatividad de las Escrituras respecto al Señor Jesús implica entonces otro elemento esencial a la hermenéutica del futuro. Es lo que podemos llamar su carácter histórico-práctico. El encuentro con el Señor resucitado, y el reconocimiento de su autoridad, lleva al uso de las Escrituras en función del seguimiento de ese Señor. No se puede conocer al Señor, si no se le sigue en la vida, decían los anabautistas. Las Escrituras, antes que un libro de teología, son un manual de instrucciones para seguir al Señor. No se trata de negar los aspectos doctrinales, o “cosmovisionales” que las Escrituras pueden contener. De lo que se trata es de caer en la cuenta de que esos aspectos están siempre referidos al seguimiento de Jesús, que es un proceso práctico, históricamente situado, en el que tiene lugar toda interpretación.

De hecho, el reconocimiento del carácter práctico de toda interpretación implica una cura de humildad necesaria para la misma unidad del cuerpo de Cristo. Nuestras interpretaciones, en el seguimiento de Jesús, están vinculadas a un contexto determinado. Y ese contexto está siempre envuelto en toda significación. Sea el contexto local-eclesial, sea el contexto más amplio de la cultura o de las épocas culturales, los textos siempre significan en relación a ese contexto. Reconocer esta vinculación contextual no implica negar los elementos espirituales presentes en el proceso interpretativo. Solamente se trata de reconocer que el Espíritu, al guiarnos a toda verdad, lo hace de un modo histórico, por medio de las personas, de los contextos, y de las situaciones concretas. Si no fuera así, de hecho no se necesitaría ningún Espíritu Santo: nos bastaría con un manual eterno de doctrina, válido para todos los tiempos.

El Espíritu y la Palabra

De hecho, la interpretación bíblica es inevitablemente un proceso espiritual. Esto se puede olvidar fácilmente cuando se confunde la Escritura con un sistema de doctrina, o se evalúa la Escritura desde doctrinas más “modernas”.

El Espíritu sopla donde quiere. De hecho, esta libertad “espiritual” es la que encontramos en los modos concretos en los que el propio Jesús, Pablo o Juan leyeron el Antiguo Testamento. Lejos de buscar significados definitivos, asentados en el pasado, el Espíritu Santo abre nuevos significados, en función de nuevos contextos, convirtiendo la letra muerta en Palabra viva.

El proceso de interpretación

Esto significa entonces que el proceso interpretativo es siempre un proceso abierto. Incluso en la perspectiva católica, dispuesta a asumir interpretaciones “definitivas”, estas mismas interpretaciones se ven sometidas a un necesario proceso de revisión a lo largo de la historia. Incluso en la perspectiva fundamentalista, que identifica la Escritura con determinadas doctrinas, es imposible evitar la revisión o enriquecimiento de las interpretaciones pasadas. Y esto significa que ninguna interpretación puede pretender un carácter definitivo.

“Mañana tendremos más luz”, decían los primeros anabautistas. Y precisamente por ello, no es posible ocultar la Escritura bajo la acumulación continua de nuevas capas de sedimentos interpretativos. La apertura de toda interpretación relativiza las interpretaciones acontecidas en el pasado, porque ninguna es definitiva. Y esta relatividad permite la transparencia de todas las experiencias históricas, por importantes que sean, respecto a un acontecimiento originario. Sin embargo, este acontecimiento originario no es la redacción y compilación de los textos que componen la Escritura. El acontecimiento originario es Cristo mismo, como Palabra auténtica y definitiva de Dios.

El criterio absoluto

Precisamente por ello, la apertura del proceso interpretativo no aboca al caos. Toda interpretación bíblica tiene un criterio “absoluto” para el creyente, que es Jesús mismo como Palabra definitiva de Dios. La interpretación bíblica no puede reducirse a la interpretación privada. Es un mismo Señor aquél con el que los creyentes se han encontrado. Es un mismo Espíritu el que guía la interpretación.

De ahí que la interpretación bíblica sea un proceso comunitario, como bien entendieron los anabautistas. No es por ello que pueda ser entregado a una autoridad definitiva. Tampoco es un proceso que pueda delegarse en los teólogos oficiales a sueldo de las iglesias nacionales o del Estado (o de las nuevas interpretaciones que el creyente encuentra en Internet).

La interpretación comunitaria

Frente a todas estas perspectivas, la idea anabautista de una interpretación comunitaria goza de enorme relevancia para el futuro. La interpretación comunitaria entiende que la iglesia local es un agente hermenéutico de primer orden, y ayuda a relativizar toda autoridad humana o eclesial en función de la autoridad definitiva del Mesías. La interpretación comunitaria, precisamente porque es interpretación de una comunidad concreta, sabe por propia experiencia de su historicidad y fragilidad, o al menos sabe sobre ellas más de lo que suelen saber los papas, los pastores, o los teólogos. La interpretación comunitaria sabe de su carácter no definitivo, de su necesidad constante de aprender.

Y sabe también de su necesidad del Espíritu para que tal interpretación no se convierta en un juego intelectual, o en una mera lucha de influencias. Cuando esta interpretación busca penosamente la unanimidad, como hicieron los primeros anabautistas, los procesos interpretativos se entregan a un caminar abierto, necesitado siempre de futuro. Procesos que pueden eventualmente abrirse a horizontes más amplios en un contexto ecuménico, pero que no pueden pasar por alto que el seguimiento de Jesús es un caminar juntos, humildemente, con nuestro Dios.

—Antonio González Fernandez, miembro de la Comisión de Paz del CMM, pastor de la Iglesia de los Hermanos en Cristo de España, y profesor del Centro Teológico Koinonía.

Disertó en Renovación 2027, Transformados por la Palabra: la lectura de las Escrituras desde diversas perspectivas anabautistas, en Augsburgo, Alemania, el 12 de febrero de 2017. Este artículo se adaptó de acuerdo a su presentación.

Este artículo apareció por primera vez en Correo/Courier/Courrier en octubre de 2017.
 

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